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sábado, 21 de diciembre de 2013

¿Cómo se nos ha educado a las mujeres ??


Las mujeres nos preguntamos porque ese menosprecio a nuestra persona, porque esos valores machistas que impregnan la sociedad ? Porque ese pretender permanentemente pensar que somos menores de edad y negarnos el derecho a a gestionar nuestras vidas
La respuesta esta en la educación que se dio o se nos quito :

“Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarles, consolarles, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todos los tiempos y lo que se debe enseñar desde la infancia”.
Jean Jacques Rousseau

ROUSSEAU Y  LA SUJECCIÓN EN SOFÍA

En relación a las claves de marginación que hallamos presentes en El pacto social de Rousseau, se comprueba la coexistencia paradójica del desarrollo de los ideales ilustrados –libertad e igualdad- y, paralelamente, la quiebra muy significativa de su discurso político en un sentido claramente patriarcal. Dicho de otro modo, en su filosofía podemos constatar dos principios enfrentados entre sí y falsamente universales: de un lado, el principio universalista que sostiene que todo individuo es detentador de derechos; y del otro, un principio universal también, que afirma que la diferencia entre los sexos sitúa a la mujer junto a la Naturaleza, relegándola al espacio del hogar y lo privado, en oposición al hombre, al cual le corresponde el espacio público.


En Rousseau existe una concepción esencialista de la naturaleza humana en tanto que sostiene que las diferencias sociales entre hombres y mujeres son consecuencia de las diferentes subjetividades, que a su vez vienen marcadas por la naturaleza diferente de los sexos. Porque en el ginebrino, la creencia de que cada sexo posee rasgos esenciales origina la idea de que la naturaleza femenina es inferior a la masculina. En esta línea de pensamiento, Rousseau idea dos modelos de personas, Emilio y Sofía, representantes respectivos del género masculino y femenino, los cuales, a través de la educación, llegarán a alcanzar los valores necesarios para ser protagonistas del contrato social. En consecuencia, la naturaleza y la educación se convierten en ejes primordiales de su pensamiento en este sentido; si bien -sostiene Rosa Cobo-, el paso de la naturaleza a la educación femenina es analizado por Rousseau con una gran falta de rigor, ya que, primero afirma que lo único que diferencia a los sexos es la diferencia sexual, dando por sentado que la diferencia solo afecta a la mujer, pero, a continuación se contradice: “Una mujer perfecta y un hombre perfecto no deben asemejarse más en el espíritu que en el rostro”.
Por tanto, la naturaleza de la mujer es definida por Rousseau a partir exclusivamente de su principio sexual, esto es, como sujeto factible de procrear. Toda la subordinación deriva de este hecho. A partir del mismo, el filósofo construye la socialización femenina. Su noción de género parte de esta diferencia sexual.
Entre los sexos, la diferencia es enorme, tanto desde el punto de vista de su naturaleza como desde su proyección social: Emilio recibe una educación para la autonomía moral, y Sofía es orientada a la dependencia y sujeción a Emilio. Esto es, mientras la educación, al primero lo conduce a la libertad, a la segunda la dirige a la sujeción. La igualdad y la libertad son las características sobre las que se construye el modelo político rousseauniano, y Emilio, moralmente autónomo, es el sujeto que representa dicho modelo. La educación impartida a Emilio tiene por finalidad la construcción de la subjetividad del ciudadano protagonista de El contrato social.
A Sofía, por su parte, se le asigna el espacio de lo doméstico, lugar que le deviene del estado presocial, en el que el salvaje salía a cazar y buscar alimentos en tanto que la mujer tenía hijos y cuidaba de la choza. A la mujer le es atribuida la misma función en el estado de naturaleza que en el social. Emilio representa el proceso de individualización, una forma de subjetividad, de acceso a la autonomía moral. Frente a él, Sofía representa un modelo de naturaleza femenina aderezado de nuevas cualidades todas orientadas a una domesticidad que acarrea la represión de sus deseos, la privación de su autonomía y el constreñimiento de su subjetividad.
El pensamiento de Rousseau se sustenta en las siguientes oposiciones: naturaleza/cultura, apariencia/ser, instinto/razón, oposiciones que son concebidas desde sus inicios con un valor jerarquizado, dado que el primer término, que es adjudicado a la mujer, está menos valorado y subordinado al segundo, que es atribuido al hombre. A pesar de que Rousseau se propone recuperar la unidad del individuo, esto solo lo va a conseguir en apariencia. El contrato social no es posible si previamente las mujeres no se supeditan al contrato sexual; y el espacio público –en tanto que espacio de libertad y de autonomía moral- no puede existir sin el espacio privado. El equilibrio psíquico del varón rousseauniano depende de que las mujeres interioricen la sujeción propuesta por los varones.
A través de Sofía, el filósofo ginebrino efectúa una redefinición de la esfera privada, de la familia y de los géneros. Este ideal responde a la necesidad social de un nuevo modelo de mujer burguesa: aquella que ha sido instruida en conocimientos prácticos. Rousseau no presta atención a las mujeres campesinas que están obligadas a trabajar debido a su limitada economía. El centro de su reflexión es la nueva mujer de la burguesía, a quien trata de imponer su nuevo ideal doméstico, como habían hecho y seguirían haciendo otros tantos moralistas de la época, anteriores y posteriores.
Este nuevo ideal doméstico le es fundamental a Rousseau para la reconstrucción de su modelo de sujeto -que en su mente no es sino el varón, pero para cuya realización plena en el apartado no social, el familiar, necesita la colaboración de la mujer. Claramente es observable en el modo como concibe la formación del conocimiento en la mujer. En el nuevo ideal femenino cabe el cultivo de la inteligencia, pero solo en aquellas cosas que a la mujer “le conviene saber”, y que no es sino solo y exclusivamente lo que tiene relación con los hijos y el marido. Dado que las mujeres no disponen de una inteligencia abstracta y dotada para la teoría, él aconseja que se orienten a lo práctico:

“La investigación de las verdades abstractas y especulativas, de los principios, de los axiomas en las ciencias, todo cuanto tiende a generalizar las ideas no es de la pertenencia de las mujeres, cuyos estudios deben todos relacionarse con la práctica; a ellas corresponde realizar la aplicación de los principios hallados por el hombre, y también hacer las observaciones que conducen al hombre al establecimiento de los principios. [...] en cuanto a las obras de la inteligencia, éstas las exceden; ellas no poseen la suficiente justeza y atención para lograr éxito en las ciencias exactas”.

Para el pensador ginebrino, es conveniente que el hombre se busque para sí a una esposa de educación semejante, pero de ninguna forma ha de ser una mujer sabia; la mujer literata o de gran formación es ridiculizada, rechazada como “la gran plaga de su marido”:

“No conviene, pues, a un hombre que tenga educación tomar a una mujer que no la tenga, ni como consecuencia en  un plano social en el que se desestime. Pero preferiría cien veces más una joven sencilla y vulgarmente educada, que una mujer sabia y espiritual, que llegase a establecer en mi casa un tribunal de literatura del que se haría la presidenta. Una mujer de esa clase es la plaga de su marido, de sus hijos, de sus amigos, de sus criados, de todo el mundo”.

¿Por qué este rechazo visceral a las mujeres de gran formación, a las mujeres cultas? He aquí su respuesta:

“Desde la sublime elevación de su destacada inteligencia, ella desdeña todos sus deberes de mujer, y comienza siempre por hacerse hombre [...] es siempre ridícula y muy justamente criticada, porque no puede evitar el serlo desde el momento en que se sale de un estado y no se está formando para aquel que se pretende adquirir. [...] Toda esta charlatanería es indigna de una mujer honesta. Aunque ella poseyera verdaderos talentos, su pretensión los envilecería. Su dignidad es ser ignorada; su gloria está en la estimación de su marido. Sus placeres están en la dicha de su familia”.


En definitiva, como alternativa a las mujeres “bachilleras”, Rousseau propone que la educación de Sofía sea “ni brillante, ni descuidada”, posea “el gusto sin estudio, los talentos sin arte, el juicio sin conocimientos”. Su espíritu no ha de saber, “pero está cultivado para aprender. [...]No ha leído jamás otro libro que Barrême y Telémaco, que le cayó por casualidad en las manos; pero una joven capaz de apasionarse por Telémaco, ¿es un corazón sin sentimiento y un espíritu sin delicadeza?”
El filósofo finalmente nos descubre sus verdaderos planteamientos: “¡Oh, la amable ignorancia! ¡Dichoso aquel que sea destinado a instruirla! Ella no será el profesor de su marido sino su discípulo; lejos de querer someterle a sus gustos, ella adquirirá los suyos. Valdrá más para él que si fuese sabia, y tendrá el placer de enseñárselo todo”. Por consiguiente, queda bien patente que la educación de Sofía -la mujer ideal buscada para Emilio, el varón ideal del Contrato social- no persigue el fin de alcanzar la realización personal de ella, sino  conseguir el pleno desarrollo de Emilio.
En esta línea, como ya subrayara fray Luis de León y los moralistas de esta vertiente siglos antes, el ideal de toda mujer pasa por el dominio de las labores: “Lo que mejor sabe hacer Sofía, y lo que se le ha hecho aprender con mayor cuidado, son las labores de su sexo, incluso aquellas que no son corrientes, como cortar y coser sus vestidos”. A estas labores debe agregársele el conocimiento prioritario del gobierno de su casa, como esposa y madre de familia: “Sabe de cocina y de servicio de mesa; conoce el precio de los artículos y las cualidades, [...] Formada para ser un día madre de familia ella también, al dirigir la casa paterna, aprende a gobernar la suya”.

Su primer cometido es profundizar en el conocimiento de su marido y de los hombres a los que está sujeta por ley y opinión, para complacerlos, educarlos mejor y proporcionarles felicidad:

“De la buena constitución de los padres depende en principio la de los hijos; de la preocupación de las mujeres depende la primera educación de los hombres; de las mujeres dependen también sus costumbres, sus pasiones, sus gustos, sus placeres, su misma felicidad. Teniendo esto presente toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidados de mayores, aconsejarles, consolarles, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todos los tiempos y lo que se debe enseñar desde la infancia. En tanto que no nos remontemos a este principio, nos apartaremos del objetivo y todos los preceptos que nos den no servirán de nada para su dicha ni para la nuestra”.

La noción de esposa en Rousseau ya no es la de criada del esposo; en su concepción de familia introduce el amor y la virtud. En las relaciones entre ella y el esposo no domina la fuerza, sino el consentimiento. El sometimiento, la obediencia de la esposa al marido es porque lo ama y porque persigue ser virtuosa. A ella corresponde saber penetrar en el mundo interior de los hombres de su casa, para conseguir sus objetivos y para ofrecerles lo que ellos necesitan:

“La mujer, que es débil y que no ve nada del exterior, aprecia y considera los móviles que puede poner en obra para suplir su debilidad, y estos móviles son las pasiones del hombre. Su mecánica es más fuerte que la nuestra, todas las palancas van a quebrantar el corazón humano. Todo aquello que su sexo no puede hacer por sí mismo, y que le es necesario o agradable, es necesario que ella tenga el arte para hacérnoslo querer; por tanto, es preciso que estudie a fondo el alma del hombre, no por abstracción el espíritu del hombre en general, sino el espíritu de los hombres que lo rodean, el espíritu de los hombres a los que está sometida, sea por la ley, sea por la opinión. Se impone que ella aprenda a penetrar sus sentimientos por sus palabras, por sus acciones, por sus miradas, por sus gestos. Se impone que por sus palabras, por sus miradas, por sus gestos, ella sepa darles los sentimientos que a él le placen, sin siquiera parecer que piensa en ellos”.

De nuevo su teoría sobre la necesidad de la complementariedad entre hombre y mujer, cuya finalidad no es otra que llevar a su máxima realización a uno de los sexos, al varón. Rousseau cree en la complementariedad de los sexos como camino que posibilita la coexistencia del matrimonio. Si en un hogar existiese igualdad, se abriría una grieta, los conflictos cuestionarían el esquema doméstico y político patriarcal. Pero para esta complementariedad, necesita la colaboración de la mujer, que será la encargada del mantenimiento de la familia, “ella sirve de enlace entre ellos [los hijos] y su padre, ella los hace amarle y darle la confianza de llamarles suyos. ¡Cuánta ternura y preocupación le es necesaria para mantener la unión en toda la familia!”  Por ello, para el desarrollo del individuo y la culminación del contrato social, el filósofo necesita asegurar previamente el contrato sexual, que se concreta en que la mujer guarde extrema fidelidad al marido y en que cultive la castidad como virtud fundamental:

“La castidad debe ser sobre todo una virtud deliciosa para una bella mujer que posee alguna elevación del alma”.
“La mujer infiel [...] disuelve la familia y rompe todos los lazos de la naturaleza; dándole al hombre hijos que no son de él traiciona a los unos y a los otros y añade la perfidia a la infidelidad. [...] Si existe un estado espantoso en el mundo, es el del desgraciado padre que, sin confianza en su mujer [...] duda al abrazar a su hijo, de si está abrazando al hijo de otro, a la prenda de su deshonor, al ladrón de los bienes de sus propios hijos”.

La mujer no solo ha de ser virtuosa sino que tiene que aparentarlo. Ser y apariencia son requerimientos fundamentales en ella, aunque no exigidos al hombre, dadas sus configuraciones naturales diferentes:

“Importa [...] no solamente que la mujer sea fiel, sino que sea considerada como tal por su marido, por sus familiares, por todo el mundo; importa que sea modesta, atenta, reservada, que lleve a los ojos de los demás, como a su propia conciencia, el testimonio de su virtud. Importa, en fin, que un padre ame a sus hijos, que él estime a su madre. Tales son las razones que colocan la misma apariencia en el número de los deberes de las mujeres, y les hacen no menos indispensables que la castidad, el honor y la reputación.
[...] Por la misma ley de la naturaleza, tanto en lo que a ellas se refiere como en lo que se refiere a sus hijos, están a merced del juicio de los hombres: no bastan [sic] con que sean estimables, es necesario que sean estimadas; no les es suficiente con ser bellas, es necesario que agraden; no les basta con que sean prudentes, es preciso que sean reconocidas como tales; su honor no está solamente en su conducta, sino en su reputación, y no es posible que la que consiente en pasar por infame pueda ser reconocida jamás como honesta”

La vida del hombre, en cambio, es una lucha constante en defensa de su conciencia como guía de conducta pública y privada, conciencia que es equivalente a “sentimiento interior”. La existencia social de las apariencias, en opinión de Rousseau, asociada al varón, tiene una valoración de indiferencia o negatividad; pero se transforma en un objetivo crucial en la vida de las mujeres. El criterio del varón para cualquiera de sus actos ha de ser incuestionable para sí mismo y para la sociedad y, por tanto, estar por encima de toda opinión pública; pero cuando lo que está en entredicho es la virtud de la mujer, la opinión pública cobra absoluta relevancia:

“El hombre, en su actuación, solo depende de él y puede desafiar el juicio público; pero la mujer al actuar bien solo ha cumplido la mitad de su misión y lo que se piense de ella no le importa menos que lo que en efecto sea. Esto quiere decir que el sistema de su educación debe ser a este respecto contrario al de la nuestra: la opinión es la tumba de la virtud entre los hombres, y su trono para las mujeres”.

Dos rasgos dominan la naturaleza femenina: la maternidad y el sometimiento al esposo; la primera es no solo un componente importante sino que se convierte en destino. Naturaleza y razón han de guiar la conducta de las mujeres, pero Rousseau se pregunta si las mujeres son capaces de sólidos razonamientos y subraya los excesos a que ha conducido un mal enfoque y entendimiento de este tema: unos han hecho de la mujer una sirvienta del hombre, y otros, su igual:

“¿Son capaces las mujeres de un sólido razonamiento? ¿Importa que ellas lo cultiven? ¿Lo cultivarán con éxito? Esta cultura ¿es útil para las funciones que le son impuestas?; ¿es compatible con la sencillez que les conviene?
Las diversas maneras de enfocar y de resolver estas cuestiones hacen que, dando en los excesos opuestos, los unos limiten a la mujer a coser e hilar en su hogar, con sus sirvientes, no haciendo de ella otra cosa que la primera sirviente del señor; los otros, no contentos con asegurar sus derechos, les hacen aún usurpar los nuestros; pues dejarlas sobre nosotros en las cualidades propias de su sexo, y hacerla nuestra igual en todo lo demás, ¿qué otra cosa es transportar a la mujer a la primacía que la naturaleza ha dado al marido?”

Como se desprende de las últimas líneas del texto, Rousseau no ha dejado un resquicio de duda: la naturaleza ha otorgado la primacía al varón sobre la mujer, es el derecho del más fuerte.
A partir de los planteamientos expuestos se concluye que con el varón se refuerza la familia patriarcal, que, desde la perspectiva económica, ejerce un dominio exclusivo sobre los hijos, y desde la perspectiva política,  puede dedicarse por completo al ejercicio de lo público y la ciudadanía. Solo a través del matrimonio alcanza el varón la plenitud moral. Por ello es considerado Rousseau el creador del ideal de familia patriarcal.
Gracias a esta sujeción al varón, las mujeres liberan a los varones de las tareas de reproducción y del mantenimiento y cuidados de la familia. La madre que cuida y da amor a sus hijos se erige en arquitecta de la vida emocional de estos. Así mismo, exalta y cultiva el “nosotros” a través de sus hijos, y con el desempeño de esta función, está abandonando la idea de “amor a sí”; pone por delante la idea del “nosotros” antes que la idea de desarrollo y conservación de su individualidad. Con ello está inculcando en sus hijos un concepto de moralidad: el dominio de la piedad. Si ella se negara a desempeñar este rol de esposa y madre asignado por la naturaleza, disolvería la familia. La familia rousseauniana es el soporte del Estado, y la mujer, la transmisora de los valores políticos y morales patriarcales a los hijos, que ejercerán en el futuro la ciudadanía. La piedad es un componente fundamental, piensa Rousseau, para que la mujer sea merecedora de la tarea de educar a los hijos. Más tarde será la educación pública quien complete la educación de la madre.
Las esposas y madres facilitan a los varones el alcance de la autonomía como sujetos políticos del contrato social. Precisamente es este nuevo esquema de feminidad y domesticidad el referente que atraviesa los diferentes estratos sociales que van de la aristocracia al pueblo llano. Libros de moralidad y conducta transmiten este modelo de feminidad requerido para los hombres de todos los niveles sociales, concretado en castidad y modestia, domesticidad y sujeción a la opinión. Tales son los tres ejes que articulan la educación de Sofía, la mujer ideal proyectada por Rousseau para Emilio, el modelo de varón por excelencia.
M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)
http://www.um.es/tonosdigital/znum14/secciones/estudios-2-casada.htm

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