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viernes, 27 de diciembre de 2013

INSTRUCCIÓN Y LABORES PROPIAS DEL SEXO FEMENINO


Las mujeres nos preguntamos porque ese menosprecio a nuestra persona, porque esos valores machistas que impregnan la sociedad ? Porque ese pretender permanentemente pensar que somos menores de edad y negarnos el derecho a a gestionar nuestras vidas
La respuesta esta en la educación que se dio o se nos quito :


En consonancia con el papel de madres y esposas virtuosas, la educación que se proyectó para las niñas fue dirigida a los sentimientos, al corazón. En los siglos pasados se había argumentado que, dado que la instrucción iba destinada al cerebro, había de  obviarse para la mujer.  A partir del XIX se comenzó a hablar de instrucción femenina, a fin de que esta contribuyera a que la madre formara, a su vez, buenos ciudadanos. Con todo, los textos patentizan la timidez con que fueron abordados estos conocimientos:

“Después de limitar la lectura y la escritura a un ejercicio correcto y fácil, no conviene en la gramática ir más allá de las explicaciones oportunas para conocer la naturaleza de las palabras, las reglas más precisas para distinguirlas y las de ortografía más corriente”.[26]

Estas muestras de hostilidad a toda formación en la mujer se justificaron partiendo del supuesto de que la naturaleza la destinaba a la vida del hogar y a las funciones reproductivas. Como labores propias de su sexo a la mujer se le asignó la costura, el bordado, el cuidado de los pájaros y plantas y aquellas lecturas que fomentaran la virtud. En la frase “hacer calceta” quedó sintetizada la dedicación de la mujer a la vida doméstica. En este sentido comprobamos que tanto en el siglo XVIII, como en el XIX, el tema será debatido. Josefa Amar y Borbón y Cecilia Böhl de Faber son portadoras de visiones divergentes.
La visión de Josefa Amar acerca de la educación de las niñas dista mucho del pensamiento de la época. Así, insiste en que mujeres y hombres son iguales en capacidades y, por consiguiente, deberían tener las mismas oportunidades a la hora de recibir una formación intelectual. De ahí que denuncie el incumplimiento de este principio, que acarreaba consecuencias tan graves como la desarmonía en el seno de la familia:

“La educación de las mujeres se considera regularmente como materia de poca entidad. El Estado, los padres, y lo que es más, hasta las mismas mujeres miran con indiferencia el aprender esto o aquello, o no aprender nada. [...] Porque si se trata de casarse, mala armonía podrá haber entre un hombre instruido y una mujer necia”. (Pp. 61-62)

 Frente a esta mirada tan avanzada, nos topamos, en la propia Amar y Borbón, con la aceptación incuestionable de aquella práctica establecida que imponía a las mujeres dos conocimientos específicamente femeninos: las labores y el aprendizaje de la economía y el gobierno doméstico; aunque entiende que no correspondían estas funciones a las mujeres a tenor de su naturaleza o cualidades específicas, sino debido a la división de roles que imperaba en la sociedad.

“Las labores de manos y el gobierno doméstico son como las prendas características de las mujeres; es decir, que aún cuando reúnan otras, que será muy conveniente, aquéllas deben ser las primera y esenciales. Tan bien parece una señora [...] con una rueca o una costura, como el letrado en su estudio, el artesano en su taller, el labrador en el campo. [...] Es menester, pues aplicar a las niñas desde muy temprano a aprender primero aquellas cosas más contundentes en las casas, como hacer calceta, coser e hilar”. (P. 160-161)

El ahorro y el orden son también dos virtudes que Josefa Amar y Borbón defiende, de acuerdo con fray Luis de León:

“Esta obligación [la economía y el gobierno doméstico] comprende respectivamente a todas las casadas, pues como explica el maestro fray Luis de León: ‘aunque no sea de todas el lino y la lana, y el uso; y la tela, y el velar sobre las criadas, y el repartir las tareas y las raciones; pero en todas hay otras cosas que se parecen a estas, y que tienen parentesco con ellas, y, en que han de verla y se han de remirar las buenas casadas con el mismo cuidado que aquí se dice...’” (P. 166)

 Más conservadora se muestra Fernán Caballero, quien un siglo más tarde todavía procuraba retratarse a sí misma realizando las labores de calceta, recluida en su casa de Sevilla y rodeada de plantas y pájaros.[27]
La condesa Emilia Pardo Bazán, por el contrario, aplaude la extinción de este modelo de mujer existente antes de las Cortes de Cádiz –subraya ella- y cuya desaparición coincidirá con el advenimiento de la sociedad moderna:

“Ocupaba esta mujer las horas en trabajos manuales, repasando, calcetando, aplanchando, bordando al bastidor o haciendo dulce de conserva. Zurcía mucho, con gran detrimento de la vista [...]. Esta mujer, si sabía de lectura, no conocía más libros que el de Misa, el Año cristiano y el Catecismo [...]. Esta mujer guiaba el rosario, a que asistían todos los criados y la familia; daba de noche la bendición a sus hijos, que la besaban la mano [...]; consultaba los asuntos domésticos con algún fraile, y tenía recetas caseras para todas las enfermedades conocidas”.[28] (P. 86)

Referido a las damas aristocráticas, Pardo Bazán desmiente que estas estuvieran exclusivamente entregadas al lujo: “Son muchas las que se consagran al hogar y a vigilar de cerca la educación de sus hijos; bastantes ocupan sus horas con la caridad o la devoción, y algunas manifiestan loable interés por las cuestiones de la literatura, del arte o de la ciencia”.[29] (P. 95)
A pesar de todo, hubo mujeres que se enfrentaron al modelo. Tal fue el caso de Patrocinio de Biedma, quien dirigió la revista Cádiz de 1877 a 1880. Esta  defendió que las mujeres debían dedicarse a lo que su capacidad les permitiera, y no encerrarse en los trabajos manuales.[30]
El tema estuvo durante siglos en el centro de la polémica periodística. Recordemos el apelativo despectivo de “bachilleras” lanzado en el Barroco, o “marisabidillas”, aplicado a las personas que hablaban sin reflexionar, y que adolecían de argumentos sólidos, más aún, que engañaban. Se consideraba que toda instrucción en la mujer que no hubiese sido recibida a través de sermones, libros de piedad o por la madre –tal como el ejercicio de las labores domésticas- carecía de auténtico valor.
A la palabra bachillera se le había anexionado una nueva acepción. De significar persona que había llevado a cabo tales estudios y recibido el título correspondiente, pasó a expresar retoricismo, locuacidad, superficialidad. ¿Es que no era posible que una mujer deseara aprender por el interés exclusivo que el conocimiento podía despertarle?
María de Zayas y Sotomayor, una de las más representativas narradoras de novela corta en la España del XVII, se queja de que a las mujeres se les vetara el derecho a estudiar, cuestión fundamental para la igualdad entre los sexos. En su opinión, hombres y mujeres se componen de la misma materia; además de señalar que las almas no tienen sexo, por ello, se pregunta la escritora:

“¿Qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo? Esto no tiene, a mi parecer, más respuesta que su impiedad o tiranía en encerrarnos y no darnos maestros; y así la verdadera causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal, sino falta de la aplicación, porque si en nuestra crianza, como nos ponen el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres”.[31]

Sin embargo, la sociedad del Barroco no estaba dispuesta a tolerar la instrucción de las mujeres. Dado que el único cometido asignado era “estar al servicio del marido y los hijos”, su única diversión debía consistir en las labores de aguja y en criar a sus hijos, como señalaba en La dama boba Lope de Vega:

“¿Quién la mete a una mujer
con Petrarca y Garcilasso,
siendo su Virgilio y Tasso
hilar, labrar y coser?...
Casadla y veréisla estar
ocupada y divertida
en el parir y criar”.[32]

A lo largo de los siglos XVIII y XIX no variaron en sustancia estos presupuestos. Ciertamente se fue abriendo camino, junto a esta, la opinión opuesta que defendía el derecho de las mujeres a participar, pero ¿en aras de qué se pedía la instrucción para la mujer? Se preconizaba un aprendizaje al servicio de las funciones de esposa y madre, a fin de hacer de los hombres buenos esposos.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)

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